En el 2013, recién aterrizados en Manhattan desde la Cuba carcelaria de los Castros, Yoani Sánchez y yo fuimos invitados a un panel especial con los directivos del periódico The New York Times.
En realidad, Yoani era por entonces la única invitada de invitada de interés para la agenda obamista del periódico. De suerte que mi presencia de francotirador tuvieron que tolerarla con una sonrisita nerviosa del tipo: “vamos a ver qué bomba reaccionaria nos suelta el loco este ahora aquí, ojalá le hubieran negado la visa o la salida de Cuba”.
En cualquier caso, en aquel atardecer de recién llegado, en un piso perdido en mi memoria dentro del edificio transparente del periódico, conocí personalmente a Nicholas Kristof, el periodista estrella que hoy me motiva a escribir esta columna, tras leer una anécdota que él contó hace justo un año en su sección personal del The New York Times.
Nicholas y su hija Caroline estaban comentando el penoso caso de censura y despotismo laboral en contra del afroamericano Ronald Sullivan, un profesor de derecho de la Universidad de Harvard, al que lo expulsaron sin miramientos de su puesto como jefe de la Casa Winthrop en el Harvard College. Y todo por realizar precisamente su labor profesional en tanto abogado, al tramitar para el cliente Harvey Weinstein, acusado de agresión sexual, la representación legal que le corresponde según el debido proceso al que todos los ciudadanos tienen derecho en la democracia norteamericana.
Para la hija del periodista, según confiesa su propio padre entre el sonrojo y la solidaridad, un decano universitario no debe defender a un presunto violador. Al parecer, representar a un sospechoso de delincuente, te convierte de pronto en un delincuente demostrado, de acuerdo a la lógica marxista de los liberales de última generación en los Estados Unidos.
Para colmo, como toda casa de altos estudios está saturada de estudiantes traumatizados en principio por algún tipo de asalto sexual, la simple presencia de un profesor de derecho experto en el tema sería ya una micro o macro agresión, una re-traumatización, y haría de Harvard entera una zona de guerra no segura para las alegadas víctimas y sobrevivientes de este delito.
Ser negro y defender a un blanco millonario, por lo demás, supongo que constituya un agravante para Sullivan, ante los ojos de la fiscalcita Caroline Kristof. Y esto sin abundar en los horrores que se le han dicho en la prensa a Donna Rotunno, la abogada defensora del susodicho Harvey Weinstein, una mujer acusada por los linchadores de izquierda de ser traidora a su propio sexo y casi cómplice de violación.
Así está hoy por hoy la mejor democracia de la historia de la humanidad. Hecha un ripio plañidero a costa de la demagogia de una justicia social que no es justicia, ni mucho menos es social. Pánico, histeria, miedo, mediocridad, envidia al genio del individuo, y mucho, muchísimo odio a la propiedad privada y la economía de mercado. Que, por cierto, es el único tipo de propiedad y la única clase de economía existente. El resto es retórica de imitación por parte de los totalitarios al estilo de los Castro. Con los que, me atrevo a aventurar sin necesidad de evidencia, la hija de Nicholas Kristof lo más probable es que no tenga ningún problema. Contra los Estados Unidos de América, todo.
Anécdotas parecidas circularon al respecto de Jeffrey Epstein, otro millonario blanco caído en desgracia por su libertinaje sexual. En este caso, hay incluso demasiadas sospechas de que en agosto de 2019 poderosos intereses lo suicidaron en una cárcel de Nueva York, antes de juzgarlo, no sólo para que no embarrara de semen financiado a toda la clase alta del país, sino también acaso para que ningún profesor universitario sufriera luego las consecuencias por defenderlo. Y, de paso, para que ninguna estudiantica de élite se sintiera manoseada por la mera presencia académica de dicho profesor.
A mediados del 2020, con el castrismo en la Isla y en el Exilio cogiendo impulso para adentrarse en su segundo medio siglo de vida, ¿qué esperanza queda para los cubanos en medio de toda esta decadencia de una democracia a punto ya de apoptosis, en aras de unas sufridas minorías que en realidad hoy están gozando de manera masiva? ¿Cuál será la fuente de inspiración para librarnos de la tiranía caribe, cuando el mensaje que rebota en la casa de nuestro imperialismo vecino es que cualquier sistema es preferible al sistema imperial?
Pienso en la hija de Nicholas Kristof. Pienso en mi propia hija de poco más de un mes de edad, ciudadana norteamericana por nacimiento. La peor tragedia de no tener patria a perpetuidad es ésta: ignorar quiénes serán nuestros hijos, entre otros hijos inocentes pero a su vez ignorantes de ellos ser parte de nuestra peor tragedia.
La libertad no tiene quien le escriba. Millones de hombres y mujeres en las sociedades abiertas darían lo que no tienen con tal de no vivir en libertad. Desprecio a la separación de poderes. Asco ante la imaginación. Indignación ante el concepto mismo de los derechos humanos, que son tildados poco menos que de un mito eurocentrista patriarcal.
Cubanos, a veces es mejor dejar de pensar. Es decir, dejar pasar. Pero a veces uno siente ganas de arrimar la tea incendiaria a la guardarraya de tanta guanajería anglo. Y al grito de “corneta, toque usted a degüello”, escribir columnas como cohetes a ver si despertamos por fin de nuestra pesadilla política de corrección.
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