Eusebio Leal Spengler (1942) cambió el orden de sus apellidos en reconocimiento a su madre y señalamiento al padre descuidado; circunstancia que contribuyó a la forja de un hombre vital, que tendió puentes a izquierda y derecha; arriba y abajo, mientras avanzaba en su tarea ciclópea de crear un modelo de negocio inédito en Cuba: Patrimonio y turismo.
En su andar por La Habana, Leal encontró un padre intelectual afectuoso: Emilio Roig de Leuschering y -tras años de tristezas, aislamiento y desprecios del poder- un aliado circunstancial, pero imprescindible, Raúl Castro Ruz, no porque amara la ciudad magullada sino porque descubrió en el Historiador una pieza única para complementar el control que ejerce Machado Ventura sobre la nomenclatura provincial; estar al tanto de dimes y diretes de la curia y de las figuras de la cultura y para tejer un delicado hilo de comunicación con parte de la burguesía que nunca se fue, los Tarafas, Menocal y Dulce María Loynaz, la poeta enclaustrada.
El culpable de que Raúl Castro se fijara en Eusebio Leal -a quienes las botas gobernantes lo llamaban despectivamente "El monaguillo"- fue Felipe González Márquez, durante su única visita a Cuba (noviembre 1986) como presidente del Gobierno español.
El castrismo quería intentar recuperar la montura del Lugarteniente General Antonio Maceo Grajales, pero dudaba de la conveniencia de abordar un tema delicado con un visitante fraterno y con peso específico en la Internacional Socialista, en medio de la era Reagan.
Leal supo de aquella inquietud y esperó a que los vinos y charlas entre Fidel Castro y González, en medio de una multitudinaria cena, relajaran el rigor diplomático y -plantándose ante el visitante, a quien había atendido esa misma mañana en un recorrido por el trozo de Habana Vieja que él intentaba restaurar- le soltó: Presidente, Cuba agradece el amor con que España ha conservado la silla de montar de Antonio Maceo, pero a Cuba le gustaría recuperarla, no como afrenta, sino como patrimonio...
Felipe dejó su copa sobre la mesa, Fidel enmudeció y el visitante concedió: Creo que está en manos de una entidad privada, pero haremos lo posible... Raúl Castro que latía con pulso de gallego y gallero, no pudo contener su espontaneidad y exclamó, si no tuviéramos a Eusebio, tendríamos que inventarlo. Sentencia que equivalia al blindaje y obediencia debida del historiador equilibrista y equilibrado.
Fidel Castro Ruz nunca se fío del todo de Eusebio Leal. Su naturaleza desconfiada como herramienta de supervivencia, su aversión a los modos eclesiales, la agitada vida sentimental del hombre que descubrió el potencial de La Habana Vieja como imán monetario y el padrinazgo de Raúl Castro, provocaron que el comandante en jefe ordenara al fallecido General de División José Abrantes Fernández que atendiera las señales de la Oficina del Historiador, protagonista involuntario de una de las anécdotas más rocambolescas del Palacio de la Revolución.
Acudió Eusebio Leal a una recepción con su última conquista amorosa, con la que se había casado recientemente. Fidel Castro la tomó del brazo y bajó con ella hasta el sótano del Consejo de Estado, la invitó a subir en su Mercedes Benz SEL y estuvieron un rato paseando y conversando por La Habana. Ya de vuelta, afloró el galán monacal que soliviantaba al "jefe". Chica, dile a Eusebio que la próxima vez que se vaya a casar, me avise antes...
Pero la crisis económica de los años 90 del siglo pasado descolocó muchas cosas en Cuba y colocó unas pocas, incluidas dos grandes oportunidades para Eusebio Leal: El turismo capitalista y la necesidad vital de Fidel Castro de reacomodar su infancia y adolescencia, reconociendo las virtudes empresariales de su padre y dotar a Birán de una escenografía que solo existe en los libros de Katiuska Blanco; bondadosa y disciplinada.
Mientras pudo, Castro intentó desviar el turismo hacia playas y cayos remotos para evitar el contagio ideológico de los empobrecidos cubanos; pero los turistas tenían otros planes y comenzaron a recalar y a reclamar La Habana como objeto de deseo; y no quedó más remedio que destinar recursos a Eusebio Leal y su obra, que antes iban para las cayerías del norte insular, Varadero, Cayo Largo y algunos puntos del sur de la isla.
Eusebio ya llevaba la delantera porque había establecido relaciones de cooperación con multitud de estados, gobiernos, empresas, entidades y grupos de comunicación que habían descubierto en ese hombre jiribilla, casi siempre vestido de gris y con verbo de Dominico; a un alpinista consagrado a salvar lo posible de La Habana española; a un armador de puentes entre muchas sensibilidades, a veces contrapuestas y coherente aún en sus temores, tristezas y alegrías.
De niño aprendió que hay que ser más generoso para recibir que para dar y esta enseñanza la aplicó a rajatabla en su mano tendida por la ciudad donde nació, amó y acaba de morir.
Cuando se supo fuerte, cuidó aún más su low profile; sabía que la viabilidad de su proyecto pasaba porque La Habana del pez agonizante de Gastón Baquero no se convirtiera en manzana de la discordia y facilitó la emigración de muchos que habían trabajado junto a él, habían aprendido su modo de mirar y escuchar, pero que no compartían todos sus designios.
Los dejó partir sin un reproche y mucho dolor; pero ya sabía que su capacidad para ofrecer empleo y algo de bienestar empezaba a verse mermada por los apetitos de la casta verde oliva, que acabó usurpando la estructura empresarial creada con paciencia y sabiduría y dejando a Eusebio Leal reducido al protocolo, la magia e invenciones.
No se quejó, sabiéndose además enfermo, entendió que su viejo padrino, mañoso y bellaco ajeno a La Habana y retozón en Mayarí; pasaba la factura pendiente por años de protección. Acudió a Birán para poner voz al ordenamiento raulista de tumbas: Juanita, si quiere; Fidel en Santiago. El resto sí. Raúl junto a Vilma en el II Frente.
Eusebio era un estorbo para la casta verde oliva emergente, que pretenderá negociar su salvación política, ostentando su poderío económico arrebatado a legítimos propietarios desde 1960 y a buenos gestores como Leal. Vano empeño.
Cuando Eusebio Leal Spangler hablaba con empresarios y dignatarios extranjeros les llenaba los ojos con los claroscuros, el olor y la sandunga de La Habana, pero sin una pizca de vulgaridad, y los huéspedes se marchaban convencidos que financiando uno de los proyectos de aquel señor diminuto estaba entrando en la historia, devolviendo a la capital cubana el esplendor que nunca debió perder y, de paso, aliviaban sus conciencias de poderosos y millonarios frente a la pobreza fotogénica.
Los fusiles no saben administrar hoteles boutiques habitados por los fantasmas de Alfredo Zayas Méndez, Ernest Hemingway o La Marquesa, un espíritu muy fuerte que embrujó a Pepe Antonio y mantiene a raya a Jaques de Sores, que la pretende como muchos desean a La Habana, hembra esquiva, que se bambolea desafiando al azul Caribe.
Ya avisó el propio Eusebio: El tiempo está ahí y cada criatura construye su entorno a su manera... En paz descanse, Habaneqüe Iamba.
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