A 40 años del triunfo de la revolución popular y plural que desalojó del poder a una de las dictaduras más antiguas del continente, Nicaragua es un náufrago zombi secuestrada por el matrimonio Daniel Ortega-Rosario Murillo, sustentado por los elementos más abyectos de la sociedad nicaragüense, como acto final de la sandinización que se impuso en Nicaragua.
En la revolución antisomocista participaron todas las clases sociales y la inmensa mayoría de la población nicaragüense, incluso, hizo falta que Fidel Castro mediara para unir las tres corrientes internas del sandinismo insurreccional; pero una vez alcanzado el poder, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) impuso su predominio actuando con el estilo y los vicios de un partido único y totalitario.
El FSLN lo tuvo fácil porque la dictadura de Anastasio Somoza se derrumbó, facilitando la construcción de un estado nuevo prácticamente desde cero; seis meses más tarde, Ronald Reagan asumió la presidencia de Estados Unidos, convirtiéndose en el principal enemigo de los sandinistas, y la Unión Soviética y Cuba se involucraron a fondo en la defensa de Nicaragua, La Habana porque formaba parte de su estrategia defensiva de muchos Viet Nam y Moscú porque aún arrastraba la culpa de su negativa a ayudar al derrocado Salvador Allende, en Chile, seis años antes.
Pero los sandinistas, que habían aprendido el arte de la guerra popular, asesorados por cubanos en Punto Cero (Guanabo, este de La Habana) y el PETI de Soroa (oeste de la isla), ya habían dado muestras de su vocación totalitaria en fecha tan temprana como septiembre de 1979, ni siquiera Reagan aún había ganado las elecciones, y se lanzaron a tumba abierta en la sandinización de Nicaragua con la “Asamblea de los tres días”, en que sentaron las bases de su poder, inquietaron a miembros de la Junta de Reconstrucción Nacional como Violeta Chamorro y Alfonso Robelo, que acabarían dimitiendo, en protesta por el estilo sandinista y su persecución la burguesía antisomocista, que también había participado en la revolución popular.
Sergio Ramírez, exvicepresidente de Daniel Ortega, y la poeta Gioconda Belli han dejado testimonio de sus aventuras y desventuras sandinistas en sendas memorias que revelan el sentimiento totalitario de Daniel Ortega y sus partidarios, obsesionados con preservar el poder por encima de cualquier consideración ética o política
Ronald Reagan había avisado de su animadversión antisandinista asumiendo los postulados de la Doctrina de Santa Fe que colocaba el derrocamiento del nuevo gobierno nicaragüense como una prioridad de su política exterior en el ámbito regional, pero el FSLN facilitó esa tarea con su ocupación de todos los espacios y el arrinconamiento de sectores sociales y económicos con clara vocación antisomocista, pero democrática.
Managua comenzó a apoyar a los movimientos guerrilleros de El Salvador y Guatemala, imitando la estrategia defensiva cubana, y abrió un cisma que aún perdura con buena parte de los campesinos nicaragüenses que se sublevaron contra la que había sido su revolución, generando un escenario de guerra civil, apoyados financiera y logísticamente por la entonces administración Reagan, con fuertes convicciones anticomunistas y conocedor de las influencias moscovita y habanera en el Frente Sandinista.
Una política errática con las comunidades indias de la Costa Atlántica, conocidas genéricamente como Miskitos, abrió otro frente interno al sandinismo, que nunca impuso una alfabetización en español, sino que alentó la educación en las lenguas nativas de Miskitos, Garifunas y Ramas; pero los sandinistas ignoraban todo sobre la zona y los indígenas acabaron distanciándose tras no ver atendidos sus principales reclamos, y sufrieron matanzas en 1981 y 1982, que entidades defensoras de Derechos Humanos, atribuyen directamente a Daniel Ortega.
Junto con el apoyo a la insurgencia regional, el gobierno sandinista estrechó vínculos con la Unión Soviética y Cuba y se enfrascó en la creación de un ejército y cuerpos de Seguridad sobredimensionados para la extensión geográfica y peso geopolítico de Nicaragua, abriendo otro frente de fractura interna con su política de reclutamiento de jóvenes para el Servicio Militar Obligatorio.
Una de las claves de la radicalización sandinista la ofrece Ana Margarita Vigil, expresidenta del Movimiento Renovador Sandinista (MRS), que tenía un año de edad cuando triunfó la revolución: en Nicaragua todos padecemos de autoritarismo, apunta y avisa que ninguna causa justifica renunciar a la libertad.
La sublevación que empezó en abril de 2018 contra el gobierno orteguista-murillista obedece al hartazgo de los nicaragüenses contra la política de pactos entre cúpulas políticas, empresariales y eclesiásticas que generaron clientelismo político en la segunda etapa de gobierno sandinista, desde 1990 hasta la actualidad.
Ha sido una rebelión cara en términos humanos porque 325 nicaragüenses, en su mayoría jóvenes, han perdido la vida a manos de fuerzas policiales y paramilitares leales a Daniel Ortega y otros 60 mil han emigrado, según datos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Del otro lado del escenario político, Carlos Manuel Jarquín, Coordinador Nacional de Juventudes del Partido Social Cristiano de Nicaragua, considera que estamos ante “una revolución perdida” y asegura que el fin del llamado socialismo del Siglo XXI en Nicaragua, apoyado por el desaparecido Hugo Chávez y su política petrolera, está próximo al fin por el empuje de la resistencia cívica nicaragüense.
Jarquín remata advirtiendo que el fin del sandinismo es la consecuencia lógica de haber “sustituido una dictadura (Somoza) por otra” (Ortega-Murillo) y avisa de los intentos de algunos políticos y empresarios que pretenden blanquear el orteguismo, pero preservando la estructura actual de poderes fácticos para que todo siga igual y “no lo vamos a consentir”, concluye.
Estos esfuerzos de legitimar el sandinismo como la fuerza predominante vienen de lejos, pues ya en 1984 convocaron unas elecciones “semidemocráticas”, como las califica Luis Carrión, un histórico del FSLN, ahora enfrentado a Daniel Ortega y Rosario Murillo, que recuerda cómo “”pusimos toda la maquinaria del Estado al servicio de la campaña electoral del FSLN”, provocando la retirada de la opositora Coordinadora Democrática –harta del acoso y hostigamiento sandinista- de la contienda, que no convenció del todo a las democracias europeas y arreció la oposición norteamericana.
Carrión, que fue Ministro de Economía y Vice Ministro de Interior, reconoce que los comicios de 1984 supusieron un cambio en la estrategia defendida hasta entonces de no correr el riesgo de “rifar el poder”, de cambiar las fuentes de legitimación usadas hasta entonces como los mártires de la guerra popular y la propia lucha sandinista por la aprobación en las urnas.
Quizá fue un cambio cualitativo de estrategia, pero el FSLN no leyó bien los resultados de las urnas y llegó a las elecciones de 1990 sin estar preparado para una derrota como la que le infligió Violeta Chamorro, que supo agrupar a todo el antisandinismo en la Unión Nacional Opositora (UNO) e inauguró la decadencia del Frente Sandinista, donde afloraron las broncas internas que ya venía padeciendo y los críticos se alejaron.
El derrumbe soviético que determinó el fin de la Guerra Fría contribuyó a la derrota sandinista, pero la fractura social interna ya era notable por la escasez de productos y la prolongada guerra civil y la nueva postura norteamericana, junto a la resolución de conflictos regionales, debilitó la justificación del gobierno del FSLN, que se amparaba en su resistencia antiimperialista como causa de sus falencias internas.
Pese a ello, Ortega consiguió ganar las elecciones de noviembre de 2006, tras haber realizado una campaña en busca de los votos de centro, incluyendo el pacifismo, el respeto a la propiedad privada y a Dios en sus discursos electorales, matizados por nuevos colores y la canción Give peace a chance, de John Lennon.
Sus primeras medidas fueron una mezcla de populismo y guiño a la Iglesia Católica, restableciendo la gratuidad de los servicios básicos de salud y educación pública y poniendo en vigor la ley de penalización absoluta del aborto, que había legislado su predecesor en el cargo, Enrique Bolaños, del Partido Liberal Constitucionalista y empresario, aunque como contrapeso legalizó la homosexualidad en 2008.
Estados Unidos ha acusado siempre a Daniel Ortega de estar financiado por el narcotráfico, como revelan los papeles de Wikileaks (2010), un cargo en su contra que también viene de antiguo por sus vínculos con Pablo Escobar y Manuel Antonio Noriega, pero la ayuda petrolera de Hugo Chávez fue providencial y el actual presidente nicaragüense lanzó hasta la idea de un Canal interoceánico con financiamiento chino, que no se ha concretado.
El derrumbe económico del chavismo generó una crisis en Nicaragua, que motivó la adopción de medidas impopulares que hicieron estallar las protestas que se vienen sucediendo desde abril de 2018, que ha ido uniendo a casi toda la oposición, incluidos los disidentes sandinistas como las legendarias Dora María Téllez y Mónica Baltodano, Víctor Hugo Tinoco, y el propio Carrión.
Pero la incógnita democrática persiste en Nicaragua, 40 años después de la derrota del somocismo; más allá de la capacidad de resistencia que tengan el matrimonio Ortega-Murillo; ¿será Nicaragua capaz de vivir en democracia o, una vez derrotados los actuales mandatarios, volverán las oscuras golondrinas del autoritarismo caciquil, muy presentes en la historia de la nación centroamericana?
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