Dos años después de la muerte de Fidel Castro, los cubanos, mayores de 30 años, siguen divididos en dos bloques que se retroalimentan a diario: quienes lo adoran como un Cristo redentor y quienes lo crucifican como un Diablo verde oliva.
Y si el más allá existe, el comandante en jefe debe estar riéndose a mandíbula batiente y hombros que suben y bajan porque desde pequeño apostó y padeció la incomodidad de no pasar desapercibido, que satisfacía su ego; pero también amargaba su existencia por la imposibilidad de pararse en una esquina.
Castro murió en secreto de Estado y veinticuatro meses después de su fallecimiento nada parece que vaya a cambiar porque el reforzamiento del mito contribuye a que siga siendo un enigma controversial para muchos de sus paisanos y contemporáneos.
Cuba sigue exhibiendo fotos, frases y recuerdos de Fidel Castro; pero detrás de esa escenografía de combate religioso, hay una Isla que palpita al vaivén del capitalismo oficialista, que ha ido minando el pretendido igualitarismo agitado como seña de identidad del proyecto político fidelista.
Los cubanos ahora disfrutan de mayor libertad para viajar al extranjero, comprarse casas y automóviles, emprender pequeños y martirizados negocios, opinar en las redes sociales y criticar al gobierno en una esquina habanera o jugando al dominó en Remedios; pero el estado conserva el derecho de tanteo sobre vidas y haciendas, incluyendo quién viaja y quién permanece guardado hasta próximo aviso.
La reforma de la Constitución no contendrá la palabra comunismo en su articulado, legitimará la pequeña propiedad privada, sancionará la acumulación de riqueza y reconocerá el matrimonio entre personas del mismo sexo; pero sigue reservando al Partido Comunista su condición de único y por encima del bien y del mal.
El borrador de la reforma de la Carta Magna, cocinado por un grupo de 13 notables coordinados por Raúl Castro, no se ha atrevido a reflejar en su texto las pluralidad creciente que hoy viven los cubanos en sus barrios y trabajos, donde se alaba y se critica con igual intensidad, tras constatar que el mundo no es cómo lo pintaba Fidel y que la crisis de los 90 provocó que el Estado y el Partido comunistas se desentendieran de la gente.
En el ámbito económico, Cuba sigue siendo pobre y desigual porque nunca ensayó un proyecto de independencia nacional que usara el capital humano formado por la 'revolución' –ahora en franca desbandada- y se limitó a vivir y luchar con los subsidios soviéticos, del exilio y de la Venezuela que el chavismo destruyó.
La mayoría de los nuevos negocios han surgido a imagen y semejanza del Estado parásito que los cobija: dinero de afuera y contando con el mercado extranjero que llegue en forma de turistas o cubanos emigrados a visitar a sus familias. El mercado nacional no es capaz de sostener la hemorragia de timbiriches, cafeterías, hotelitos y restaurantes que propició el embullo Obama.
Pero el genio de los ingeniosos cubanos ya escapó de la lámpara y, según se vaya alejando el óbito del comandante en jefe y muriendo los padres fundadores de la 'revolución', los cincuentones como Díaz-Canel tendrán que elegir entre Google o muerte porque los ciudadanos ya han elegido y aún los más fieles castristas, esos que pedían morirse cinco minutos antes que Fidel, añoran que haya agua en las pilas, luz en los bombillos, sábanas en los hospitales y calles sin basuras.
Muchos jóvenes, además, quieren que ningún cubano vuelva a disparar –aunque sea dialécticamente- contra otro cubano. Fidel es pasado. El futuro empieza con un escenario de reconciliación nacional en que una palabra valga igual que su antónimo y la justicia y la prosperidad sean santo y seña de una Cuba que habrá que construir entre todos.
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