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A los cubanos que estudiaron en un IPVCE (Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas), o simplemente “vocacional”, los distinguen ciertas peculiaridades que hacen de ellos una cofradía.
Son detalles que los definen para toda la vida, independientemente de si estuvieron en la “Lenin” de La Habana, la “Carlos Marx” de Matanzas, la “Máximo Gómez” de Camagüey, o la “Antonio Maceo” de Santiago de Cuba…
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Revalorizar. 85 puntos de 100 era el requisito académico para permanecer en la escuela, pero pocos se conformaban con menos de 95: la competitividad era la norma y casi todos, alguna vez, revalorizaron la nota final de alguna asignatura rebelde, sometiéndose a una segunda prueba y renunciando a parte de sus vacaciones.
Acrobacias con el lápiz. Desde piruetas lanzándolo al aire hasta pasearlo de un lado al otro de la mano por encima de los nudillos. Cada escuela era a la vez una “escuela” de estos trucos con el lápiz, que teóricamente ayudaban al alumno a relajarse durante los exámenes más exigentes.
Bañarse con una “bala” de agua. Un IPVCE donde no faltara el agua o se rompiera la turbina una semana sí y otra también, no era un IPVCE en toda regla…, y consecuentemente el estudiante que no fuese capaz de enjabonarse y enjuagarse el cuerpo entero usando un mísero pomo de agua, carecía de la destreza básica para adaptarse a las condiciones de la beca en tiempos de escasez.
Cuentos del profesor bruto. Por muy exclusivas y prestigiosas que fueran estas escuelas, siempre hubo, en cada una, al menos un profesor extremadamente bruto que servía para inspirar mitos y leyendas de gazapos antológicos, que se propagaban de una generación a la siguiente. Podían ser profesores de cualquier asignatura, pero casi siempre eran de Preparación para la Defensa (PMI o PPD), Educación Física, o subdirectores de “vida interna” y “trabajo productivo”.
Bailar una vez a la semana. En todas las escuelas se programaban recreaciones, bailables, o fiestas semanales. La semana que se cancelaba o llovía el día en cuestión, era semana de luto, y la que tenía fiesta doble era un aborto de la naturaleza… ¡Todo un reto para la guardia de turno mandar a dormir a esas manadas de adolescentes cachondos una vez se acababa la música!
“Apretar” en la oscuridad. Habilidad íntimamente relacionada con la fiesta semanal y con las ausencias al “conteo” o “parte físico” de la hora de dormir… Cualquier oscuridad servía de cómplice para la experimentación sexual, pero los alrededores del policlínico, el “aéreo” más apartado, el “tabloncillo” sin tablas, el anfiteatro sin luces, o la piscina vacía, podían ser los sitios más románticos del mundo.
Anhelar el monograma. Todos querían poner el monograma o emblema oficial de la escuela en sus uniformes azules, pero casi nadie conseguía uno. El monograma se convertía entonces en un símbolo de que, en la familia del portador, otros habían pasado por la misma vocacional desde los tiempos fundacionales.
Colarse en el comedor. Solo los que sufrieron las colas interminables del comedor de una vocacional desarrollaron mejor esa destreza cubana de colarse sin compasión siempre que sea posible, y protestar con firmeza cuando se te cuelan los demás...
Evitar la gimnasia matutina. El sueño es cosa sagrada para los miembros de la cofradía vocacional, y para extenderlo unos minutos más cada mañana, se utilizaban técnicas que iban de la persuasión al bullying sobre los estudiantes encargados de hacer cumplir el ejercicio matutino.
Fugarse por hambre. Denominador común a todos los becados de Cuba. Más dramático, sin embargo, en el caso de los alumnos de un IPVCE, porque el estómago vacío se siente más cuánto más cerca estás del refrigerador de tu abuela…
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