A los cubanos siempre nos han gustado los Mesías. Hasta el surgimiento de la disidencia política actual, lo más cercano a un activismo civil en nuestra historia fue el mesianismo ortodoxo de un Chibás que, como un hidalgo español, se batía en duelos de honor con otros políticos y acabó dándose un tiro como parte de un show mediático.
Más allá de eso, el horizonte es desolador: solo se divisan pistoleros o saboteadores pseudo-gansteriles prestos a asaltar el poder con la ‘guapería’ mambisa de instaurar la ‘república martiana’ sin atenerse a legalidad, constitución, decencia, derechos, civismo, resistencia pacífica, transparencia o altruismo.
Hay que admitir, con sonrojo casi, que el primer ejemplo de civismo ‘político’ de nuestra historia vino de la mano de una Mesías milagrera analfabeta.
Antoñica Izquierdo, la sexta de trece hijos de inmigrantes canarios en la zona de los Cayos de San Felipe, municipio Viñales, nació en la finca ‘Las Ayudas’ en 1899. Su religiosidad era una especie de catolicismo mezclado con espiritismo. En 1915 se casó con un vecino tabacalero con quien tuvo siete hijos.
Era la típica campesina pobre con el peso del hogar a sus espaldas, flaca, cabellera negra y desaliñada recogida en un moño a la altura de la nuca, que ni siquiera sabía su edad. Vestía siempre una túnica hasta los tobillos.
La madrugada del 8 de enero de 1936 su hijo menor de dos años enfermó con fiebres muy altas. Sin dinero para médicos ni medicinas y agotados todos los remedios caseros que conocía, Antoñica, desesperada, escuchó de pronto a la Virgen María decirle que no se preocupara, que su hijo no moriría, y le recomendó un modo de curarlo con agua.
Antoñica siguió sus instrucciones y el niño se curó. Luego tuvo otra revelación de la Virgen en el que le daba a la pinareña el don de sanar con agua aunque con la condición de que lo hiciera gratuita y desinteresadamente, sin vicios, aislándose de la actividad política de su entorno, sin inscribirse en censos electorales ni votando, ni recibir educación pues el sistema solo enseñaba a explotar a las personas.
Así nació el mito, rayano en la histeria colectiva, de Antoñica Izquierdo y sus fieles ‘Los Acuáticos’, caravanas de creyentes a pie, a caballo, en carreta, que venían de todas partes de la Isla para hacer cola alrededor del bohío-santuario, esperando hasta cinco o seis días para ser sanados por el agua de Antoñica. La veían como una santa por sus milagros y su condición campesina, y cambiaban la consulta médica ordinaria por sus curas con agua.
De la madrugada a la noche, hasta la extenuación física, Antoñica atendía a los peregrinos con una palangana llena de agua rociando varias veces con una mano la cabeza de los enfermos mientras repetía santiguando en el aire: “Perro maldito al infierno”.
Antoñica asumía que no solo curaba males físicos sino también dolencias espirituales y salvaba a pecadores.
Junto a la sanación, Antoñica proponía un modo de resistencia cívica, pacífica, a través de una pasividad y abstención que no violara las leyes del Estado, pero prohibiendo a sus adeptos la inscripción en censos electorales y votar, amenazando a quienes lo hicieran con que el Diablo se apoderaría de sus almas.
Con todas estas prédicas, aglutinó una masa de fieles que a los ojos de los campesinos la hacían una auténtica líder, y a los de los políticos, una sediciosa. Su fama despertó suspicacias entre los más afectados por sus curaciones acuáticas, entiéndase boticarios, médicos y políticos para los que Antoñica era un fenómeno tan auténtico como incontrolable.
El 14 de abril de 1936 fue acusada de ejercer ilegalmente la medicina; por lo que le abrieron una causa judicial en el Juzgado Correccional de Viñales. El juicio se celebró el 15, pero fue absuelta al no poder demostrarse la infracción imputada.
Su hermana la llevó a su casa en el poblado ‘Isabel María’, donde la milagrera continuó su misión rodeada de un clima de paz que duró poco.
Con los comicios de 1944 a las puertas, los políticos de la localidad la volvieron a acusar de obstruir las elecciones. La trasladaron a Consolación del Sur y celebraron un nuevo juicio, ahora por el delito de coacción a los electores, a quienes convencía de no votar, porque la política, según ella, era cosa del Diablo.
El pueblo se lanzó a las calles pidiendo a gritos su liberación. Sus seguidores, ‘Los Acuáticos’, fueron hostigados por las autoridades al no participar en censos ni votaciones electorales, sumándoseles el no acudir a consultas médicas, lo que afectaba la economía del gremio de la medicina.
Así, a finales de ese año, la Audiencia Pinar del Río promovió un expediente cuyo proceso terminó con la reclusión de ella en el Hospital de Mazorra, donde murió el 1º de marzo de 1945 con un diagnóstico de demencia.
Lo irritable del fenómeno Antoñita resulta comprensible desde varios puntos de vista: mujer, pobre, analfabeta, al margen de la politiquería y la religiosidad católica oficiales, nada manejable, su incómodo mesianismo llamando a la desobediencia civil o a la abstención electoral, hundía sus raíces en los años turbios y demenciales de una República carente de utopías y proyectos honestos, pacíficos, en el día a día de una mayoría poblacional abandonada a la orfandad de la corrupción, la miseria y el desamparo, sin más esperanza ni fe que un delirio mesiánico como el de Antoñica.
(Imagen de portada tomada de documental Los Milagros del agua)
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