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Las conmemoraciones por el vigésimo aniversario de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 nos llegan en un particular momento de crisis para Estados Unidos, sumido en el calvario interminable de la pandemia y en el trauma de una dolorosa -y cruenta- retirada de Afganistán.
Había razones para pensar que tras cumplir la guerra más larga de su historia, comprometer gastos superiores a más de 2,000 millones de dólares (unos $300 millones diarios) y encarar un costo humano de 2,448 soldados y 3,846 contratistas, Estados Unidos podría recordar el fatídico día que movilizó la contienda bélica con un estandarte de misión cumplida y un mundo más seguro y blindado ante las amenazas del extremismo islámico y los empecinados enemigos de Occidente.
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Pero 20 años después del más mortífero golpe que estremeció la sociedad estadounidense y cambió el mundo, la realidad está muy lejos de satisfacer los anhelos de estabilidad por los cuales se emprendió aquella guerra y el panorama ofrece señales realmente perturbadoras.
La precipitada salida de las tropas y los ciudadanos estadounidenses de Afganistán deja un inconfundible sabor de derrota, con una imagen de estampida a marcha forzada que es todo un regalo de publicidad internacional para los talibanes. Estados Unidos y los cuatro inquilinos de la Casa Blanca que han tenido que lidiar con este conflicto armado deberán reconocer que falló estrepitosamente su estrategia para recomponer el país afgano y promover los valores democráticos en ese intrincado territorio.
Presenciar que en las estribaciones y los escondites de Afganistán, desde donde se entrenaron los militantes de Al Qaeda y se fraguaron los devastadores ataques contra el corazón financiero y el poder político de Estados Unidos, está de regreso la costra oscurantista de los talibanes y otras fuerzas del odio antiamericano, no resulta realmente un desenlace enaltecedor para encarar los retos latentes del terrorismo a nivel global, ni puede asumirse como un escenario de resignación ante las casi 3,000 víctimas del 9/11 y las secuelas de la guerra emprendida para sanar las heridas de la nación.
La guerra que comenzó tras el 9/11 fue un acto de reivindicación del mundo civilizado frente al horror. Ciertamente, Estados Unidos destronó al Talibán, liquidó a 51,000 de sus combatientes y prosiguió su escalada libertaria hasta derrocar a Saddam Hussein en Irak, pero la reconstrucción de ambos países no es un legado victorioso sobre el terrorismo ni el Medio Oriente es hoy una región donde los influjos democráticos consiguieron desplazar a los autócratas, ni siquiera con el empuje de la Primavera Árabe de 2010.
"Un legado perdido", según lo califica el periodista David Leonhardt. Pero no solo por el sentimiento de frustración que deja el saldo de Afganistán en la comunidad internacional, sino también por las lecciones desaprovechadas del 9/11 para la conciencia ciudadana y el futuro de Estados Unidos.
Han transcurrido dos décadas desde aquella soleada mañana de septiembre que de repente se llenó de destrucción y de muerte. Y que inevitablemente transformó nuestras vidas, nuestra manera de relacionarnos y de entender la necesidad de imponer controles sociales para la sobrevivencia de la nación y del mundo.
Resulta oportuno recordar la situación de Estados Unidos en 2001, porque emergen indiscutiblemente similitudes con el panorama actual.
El país se hallaba políticamente dividido tras una cerrada elección presidencial que terminó en los tribunales en medio de la disputa de votos en Florida. Finalmente, el republicano George W. Bush obtuvo la victoria de Florida frente al demócrata Al Gore por un margen de 535 votos y con ello se convirtió en el presidente 43 de Estados Unidos.
El golpe terrorista fracturó el alma de la nación, pero provocó un sentimiento de unidad genuina entre los estadounidenses. En pocas semanas el país cobró una dinámica colectiva de reconocimiento de sus puntos frágiles y pavimentó con determinación el camino para reforzar su seguridad interna.
En un abrir y cerrar de ojos se transformaron las reglas para viajar, obtener documentos, acceder a instituciones gubernamentales. Para noviembre de 2001 se había creado la Agencia de Administración del Transporte (TSA), que desde entonces dispone los controles en los aeropuertos y otras dependencias, con una plantilla de 60,000 empleados.
Las agencias federales redoblaron sus poderes para rastrear la información de los ciudadanos y obtener datos de manera expedita. La vida estadounidense dio una vuelta de 180 grados en las esferas laboral, comercial y financiera desde la comprensión de la urgente necesidad. La ciudadanía lo asumió y los partidismos parecieron borrarse en el minuto de la verdad. El presidente Bush gozaba entonces de un nivel de aprobación superior al 85%.
La historia de Estados Unidos muestra cómo las hecatombes sociales han marcado hitos de superación desde los tiempos de la Guerra de Secesión. Las amenazas externas se han transformado en desafíos nacionales para engrandecer al país. Sin embargo, mirando hoy desde la perspectiva de lo que aconteció tras el 9/11, no tengo la certeza de que los peligros que gravitan en la actualidad sobre la nación americana hayan tenido una reacción semejante de sus ciudadanos.
Solamente observar las amplias grietas, las encendidas controversias y los recios politiqueos que conmueven al país a raíz de la pandemia del coronavirus, es un síntoma altamente preocupante sobre la imposibilidad de conciliar a los estadounidense para las nuevas batallas que enfrenta el país en un mundo cada vez más complejo e impredecible.
Y quisiera pensar que el espíritu de compenetración, solidaridad y orgullo nacional con que los estadounidenses reaccionaron a la tragedia del 9/11 sea imprescindible para encaminar al país, honrar a sus héroes y aspirar a un futuro mejor.
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