En defensa del Zanjón

Si la historia de Cuba hubiera tenido más Pactos del Zanjón y menos Protestas de Baraguá, el castrismo no hubiera llegado a ser ni una nota al pie en nuestra biografía de país.

Recreación de la Protesta de Baragúa © Imagen de referencia tomada de la web
Recreación de la Protesta de Baragúa Foto © Imagen de referencia tomada de la web

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Este artículo es de hace 4 años

En estos días de revolución cívica en Cuba en contra de la revolución militar, varias veces he visto invocado en las redes sociales al nombre del Zanjón, siempre como si se tratara de un sinónimo de alta traición.

En esto sí coinciden de manera espontánea los déspotas comunistas y los activistas pro-democracia, así en la Isla como en el Exilio. Víctimas y victimarios, al menos cuentan con un punto de convergencia de cara a una inconcebible reconciliación: para todos, el Pacto del Zanjón es pura apostasía patria, ah, pero la Protesta de Baraguá destila patriotismo por sus cuatro corojos. Punto y aparte.


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Tal vez, por desgracia, unos y otros tengan razón. Al parecer, la patria se define como aquello que siempre está a punto de ser traicionado, pobrecita, a veces de manera involuntaria o incluso inconsciente. A uno se le va un peo y de pronto ya es un apóstata. Por su parte, el patriotismo, para no quedarse atrás, ha de ser estrictamente impuesto por la ley y, de no cumplirse, rigurosamente castigado su violador. En esencia, de la patria al patíbulo no hay más que un patriótico paso. Y ni los castristas ni los anticastristas se atreven a darlo, porque será mejor hundirnos en el mal que antes traicionar la grosería que se ha vivido.

Una vez más, entonces, le toca dar ese perverso paso a Orlando Luis Pardo Lazo. Que me expatrien ahora, no importa, si la historia no va a absolver ni a su propia madre. Tanto lío con la libertad y total para qué.

En fin, que otra vez debo ser yo quien cometa la intolerable transgresión, si bien para mí es un asunto que tuve muy claro desde que me sentaba en mi pupitre miope de bagazo de caña, allá lejos, en mi infancia ideologizada, en un aulita amable y atroz de mi primaria Nguyen van Troi. En Lawton, La Habana. A finales de los sentimentales setenta o principios de los obtusos ochenta. En cualquier caso, en lo que hoy podríamos llamar la paleohistoria de nuestra nación.

En mi opinión, el Pacto del Zanjón de 1878 debiera ser visto hoy como un gran momento de concordia para Cuba, que entonces no era más que una factoría agraria donde convivían, lo mejor que podían para el siglo XIX esclavista, cubanos y no cubanos.

Antes del Zanjón, lo que había en los campos mambises era el Decreto Spotorno, un edicto fascista antes del fascismo del presidente insurrecto Juan Bautista Spotorno (italiano, por supuesto, cuya familia provenía de una región no lejana de donde nació Mussolini), mediante el cual se autorizaba a asesinar sin juicio a cualquier emisario de paz, fuera hombre o mujer, niño o anciano. Sólo por este detalle diabólico, el nombre del sanguinario Spotorno se opaca ante el brillo diplomático del pacificador Arsenio Martínez Campos.

Lo que ningún cubano sabe ni quiere saber es que, poco antes del Zanjón, el cubanazo Vicente García, para entonces ya presidente de la República en Armas, hizo una especie de plebiscito para sondear las opiniones del pueblo sobre una paz plena, pero sin imponer a la fuerza al país la independencia de la Península. La abrumadora mayoría de los mambises y sus familiares consultados votó por la suspensión de las hostilidades. Era la hora de los hermanos: un tiempo de urnas electorales y no funerarias. Entonces la Cámara de Representantes insurrecta se autodisolvió, pues nada era irrevocable todavía, a pesar de que la Constitución de Guáimaro les prohibía en tanto gobierno llegar a un pacto de paz en que nadie ganara o perdiera aquella guerra de desgaste, la misma que de 1895 a 1898 llevaría a Cuba al borde del holocausto.

En el Zanjón ganó obviamente el verbo y perdió ominosamente la violencia. En más de un sentido, el Zanjón fue la cuna fecunda de nuestra democracia. José Martí, un hombre que no creía en el sufragio universal, y que fungía como representante de terceros países en los Estados Unidos (de hecho, vocero de tiranías extranjeras), le temía más a la sabiduría del Zanjón que a su propio suicidio súbito en Dos Ríos. Porque el Apóstol sabía de sobra que el Zanjón representaba, sobre un pedazo de papel a ras de nuestro paisaje más provinciano, la oportunidad única de ahorrarnos a los nacionales todo el siglo y medio de atrocidades que se le vino encima a la Isla, tal como ocurrió antes, durante y después de la Independencia de España. Tal como ocurrirá antes, durante y después del secuestro de nuestra soberanía a manos de la Revolución.

Por lo demás, gracias al Pacto del Zanjón (y hasta el propio lugarteniente general Antonio Maceo lo reconoció como algo “positivo”) se liberaron más de 16,000 esclavos que habían luchado con las armas en las manos, en uno y en otro bando, y, como plusvalía, hasta se pactó el fin de la esclavitud en un plazo máximo de diez años, lo cual se cumplió al pie de la letra por adelantado, casi en otro 10 de Octubre pero en 1886. Para no mencionar el reconocimiento del derecho a la libertad de prensa y la libre reunión y asociación (lo que fue explotado de inmediato para conspirar por el derrocamiento del gobierno español), así como el prodigio de una amnistía política como nunca se ha promulgado después, ni en la República ni en la Revolución.

Las autoridades españolas, preocupadas con razón por la gobernabilidad de la Siempre Fiel Isla de Cuba, en esto fueron mucho más generosas que la ciudadanía protocubana, quienes desde el día cero del Zanjón en su mayoría se dedicaron, con no poco afán personalista de gloria y poder, a sabotear con acciones lo que las palabras ya habían subsanado.

En este sentido, el Zanjón es la primera negociación política moderna de nuestra historia, comparable si acaso con la Asamblea Constituyente de 1940, y fue un éxito cuyo crédito se compartió entre todas las partes involucradas, hasta que una guerra sin tregua complotada desde el extranjero por fin pudo pulverizar el Pacto, retornando a Cuba a la democracia del a-degüello y a la diplomacia del paredón.

Como si no bastara con todo lo anterior (acaso para que nadie recuerde nunca la versión original de los hechos), los revolucionarios radicales de cualquier signo político siguen machacando y remachacando sus mediocres maldiciones en contra de este momento maravilloso de nuestra historia secreta: esa narrativa natural cuyo sentido común jamás aparece impreso en los libros de texto, ni mucho menos es rememorada por los medios masivos del Estado totalitario ni por sus imitadores en el Exilio.

La salvación del Zanjón nos da vergüenza propia, pero la barbarie de Baraguá nos enorgullece. Las planicies productivas del Camagüey nos acomplejan, pero los matreros de montaña en el Oriente nos representan. Tal es nuestro fatuo futuro fósil, lo mismo en las calles ocupadas por los revolucionarios de una u otra ralea, que en la ridiculez de unas redes socializadas hasta la saciedad.

Si la historia de Cuba hubiera tenido más Pactos del Zanjón y menos Protestas de Baraguá, el castrismo no hubiera llegado a ser ni una nota al pie en nuestra biografía de país.

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Orlando Luis Pardo Lazo

Escritor y bloguero de La Habana. Actualmente realiza un doctorado en Literatura en Saint Louis, Missouri, EUA.


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