Cuba: La huella del leninismo

Hay claras diferencias entre los modos de ejercer el poder de Fidel, Raúl y Miguel Diaz-Canel: Se diferencian el voluntarismo personalista de la institucionalización e inercia burocráticas. Pero todos se relacionaron con la sociedad de manera autoritaria y paternalista.

Colina Lenin, en Regla, La Habana. © Radio Reloj
Colina Lenin, en Regla, La Habana. Foto © Radio Reloj

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Este artículo es de hace 4 años

El deber de memoria corre palpablemente el riesgo de resultar ineficaz si no está presente el deber de pensar. Claude Lefort

En Cuba faltan respuestas a los problemas de pobreza, desigualdad, despolitización y déficit de derechos que aquejan a la nación, pero las respuestas a tal situación no pueden provenir de un solo bando ideológico; deben combinar la apuesta por la participación con el respeto al pluralismo.


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Poner la defensa de la justicia social en igual rasero que el ejercicio de los derechos civiles y políticos. Hablar del país real y de agendas para enderezarlo. Semejante renovación puede provenir también de una izquierda sustentable y cualitativamente nueva. Pero eso choca con la persistencia del leninismo.

El leninismo es, junto al culto a Fidel y al nacionalismo ramplón, la doctrina del aparato de propaganda y adoctrinamiento del partido comunista. Se incuba en sus escuelas de cuadros, se esparce a través de sus remozadas currículas de Filosofía Marxista. La actualización de componentes del marxismo-leninismo no es privativa de Cuba. Dentro de la China de la reforma, irrumpen desde hace años corrientes neomaoístas en la academia y el sindicalismo. En la Rusia postransición, la popularidad -e iconografía- de Stalin se impuso, hasta la fecha, sobre cualquier otra referencia de la ideología soviética. En Corea del Norte, se funde con la idea Zuche.

En Cuba, el leninismo no es solo doctrina oficial. También lo practican, reformado, algunos jóvenes intelectuales. Las posturas neoleninistas suelen ser rebeldes contra ciertas manifestaciones nocivas del sistema: Burocratismo, simulación, censura torpe. Pero son, sin embargo, poco innovadoras. Reivindican, más que la variada obra teórica de Marx, el legado bolchevique. Su idea de una vanguardia política e intelectual que promueve el socialismo a escala nacional. Y defiende formas de participación y debate ideológicamente acotados dentro del modelo actual.

Los neoleninistas cubanos se reúnen, escriben y reflexionan hoy desde varias ONGs e instituciones culturales autorizadas. En sus posicionamientos públicos -en blogs y redes sociales- aparece un revival del proyecto de la revista Pensamiento Crítico y el antiguo Departamento de Filosofía de la Universidad de la Habana, purgados en 1971. Pero comparten, con el leninismo oficial, algunas ideas en común.

Ambos proyectan una idea de Revolución cubana, como proceso continuado hasta el futuro. Definen a la dirección del país como un liderazgo socialista, coherente con las metas revolucionarias. Insisten en que hay conexión y respaldo mayoritarios de la población cubana para con ambos factores (revolución y liderazgo) y con una ideología socialista. Presupuestos problemáticos bajo las condiciones reales del país actual.

Entiendo cómo revolución todo proceso de cambios radicales, impulsado por la movilización política, que desestructura clases, relaciones e instituciones dominantes. Desde ahí, hablar en Cuba de una revolución continuada es perceptiblemente falaz. La Revolución cubana se agotó, histórica y sociológicamente, 15 años después del quiebre del “viejo orden”. La nueva estructura de clases, el Estado socialista, la economía estatizada, la cultura e ideología revolucionaria: todo eso estaba establecido para la primera mitad de los años 70.

En cuanto al carácter socialista -léase empoderador de las masas- de la dirección del país, insistir en ello es poco serio. Se trata de un partido único y un sistema político con escasísima capacidad para procesar la participación, la diferencia y el debate. De una élite aferrada por seis décadas al poder, sin permitir una verdadera renovación de cuadros y métodos. Una burocracia que ha violentado sus propias normas y los derechos consagrados en la Constitución. Por todo eso, la dirección del Estado Partido cubano no puede ser confundida con mandatarios de origen republicano ni con militantes idealistas. A estas alturas, su permanencia en el poder depende del modelo de control social perfeccionado por más de medio siglo. No hay una legitimidad validada por la libre expresión de preferencias ciudadanas.

Hay claras diferencias entre los modos de ejercer el poder de Fidel, Raúl y Miguel Diaz-Canel: Se diferencian el voluntarismo personalista de la institucionalización e inercia burocráticas. Pero todos se relacionaron con la sociedad de manera autoritaria y paternalista. Administrando a la gente sus derechos, demandas y expectativas. La élite cubana –los sobrevivientes de la vieja dirigencia guerrillera, los burócratas partidistas, los nuevos gerentes y jefes militares– no vive como la mayoría de la población. No comparten sus esperanzas y anhelos. No pueden ser parte de una solución “revolucionaria” a la crisis actual, porque se aferraron a estructuras socioeconómicas, políticas y morales arcaicas y agotadas. Estructuras antagónicas con las promesas emancipadoras del proyecto nacional de 1959.

Resulta falaz la idea de una identificación coherente de la cansada población cubana con el socialismo. El socialismo es, para la gente, el lenguaje gastado de la dirigencia y discurso oficiales. Sin libertad de organización, expresión, manifestación y elección no es posible medir públicamente las preferencias individuales o colectivas, siempre diversas. La experiencia de los regímenes de socialismo real revela que los altísimos porcentajes de apoyo popular no son otra cosa que performances organizados desde arriba. Escenografías desde el poder.

Ciertamente, la sociedad cubana cobija a muchas personas identificadas -por beneficios, historia o ideología, más por una mezcla de todo eso- con el discurso del gobierno. Pero cabe al menos la duda (si no la certeza) no sea la abrumadora y consciente mayoría que alega el gobierno. Tampoco es masiva, por cierto, la ciudadanía pro democrática a la que aluden algunos opositores (1). Al final, la enajenación, empobrecimiento y emigración de jóvenes, profesionales, obreros y hasta ancianos señalan a una población abatida. La que, mayormente, expresa encono con problemas no resueltos, culpa individualmente a sus máximos responsables y busca sobrevivir al margen de viejas y nuevas utopías.

Paralelamente, en Cuba subsiste una notable producción de pensamiento progresista. Entre otros, los análisis de la historiadora Alina Bárbara López, el economista Ricardo Torres, la filósofa Teresa Díaz Canals y el estudioso de la cultura Henry Eric Hernández destacan hoy como dignos exponentes. En esas reflexiones -y no en el marxismo leninismo, clásico o remozado- encuentro la agenda potencial de una nueva izquierda. Una donde caben personas, ideas y acciones en favor de los derechos, luchas e identidades emancipadoras. Lo contratrio es el tipo mirada vacía, sin tiempo y sin sujeto, que intenta aggiornar una vieja doctrina.

(1) Sobre cuyas perspectivas -y limitaciones- volveré en un texto futuro.

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Armando Chaguaceda

(La Habana, 1975) Politólogo e historiador Especializado en el estudio de los procesos de democratización y 'autocratización' en Latinoamérica y Rusia.


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