Compañeros, ¿y qué comía Fidel…?

Fidel mataba por el helado, que en cierta época devoraba en cantidades patológicas con cada comida.

Fidel Castro en México comiendo espaguetis © Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado Cubano
Fidel Castro en México comiendo espaguetis Foto © Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado Cubano

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Este artículo es de hace 4 años

Primero que todo, una declaración de principios en contra de toda traza de igualitarismo y demás inclinaciones de izquierda:

1) Cada cual tiene que comer lo que le venga en gana, según lo pueda o no lo pueda pagar.


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2) Nadie tiene que comer lo mismo que nadie. Y mientras más diferencias entre lo que cada cual coma, mucho mejor.

3) Fidel Castro no siempre comió mejor que cualquiera de sus ministros y/o enemigos.

Hecha esta aclaración, vayamos al libro que deseo comentar. Se trata de la novedad editorial ¿Cómo alimentar a un dictador?, escrito por el periodista polaco Witold Szabłowski y recién publicado en inglés por Penguin este año, en traducción de Antonia Lloyd-Jones.

Witold Szabłowski condimenta un menú exquisito en términos de opresión, regurgitando las historias de los chefs de cocina de cinco dictadores del pasado siglo XX, algunos de ellos con metástasis digestiva en el actual siglo XXI, como es el caso de la receta revolucionaria cubana.

Los cinco criminales comelones de la lista de Szabłowski son:

1) De desayuno: el déspota iraquí ya ajusticiado Saddam Hussein y su chef de cocina Abu Ali.

2) De almuerzo: el chef Otonde Odera del “Carnicero de Uganda”, Idi Amin.

3) De comida: el kafkiano chef Míster K del socialista albanés Enver Hoxha.

4) De postre: el chef Yong Moen del genocida comunista de Cambodia o Kampuchea, Pol Pot.

5) Y, como plato fuerte de cena: los chefs Erasmo Hernández (hoy dueño de la paladar habanera Doña Inés) y un tal Flores (hoy empobrecido y enloquecido), los que cocinaron sin usar ni una pizca de veneno para el abogado, comandante en jefe, y presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, además de primer secretario del Partido Comunista cubano, Fidel Castro (hacía años que yo estaba intentando escribir sus títulos nobiliarios con naturalidad, pero nunca antes se me había presentado una buena ocasión).

Portada del libro ¿Cómo alimentar a un dictador?

El capítulo dedicado al líder vitalicio cubano se titula Pescado en salsa de mango, y es casi un medio centenar de páginas dedicadas al anecdotario de los caprichos culinarios castristas, pero también a sus delicatessen de macho cabroncito gourmet.

Para empezar, dejemos en claro que, si hubo un plato que Fidel nunca dejó que ningún chef se lo preparara (ni siquiera Celia Sánchez, que le cocinó muchísimo al inicio de la Revolución), ése eran los espaguetis: su supuesta especialidad de socialistón siciliano.

Desde los años cincuenta, Fidel había empezado a especializarse en ese tipo de pasta, cuando estuvo encarcelado en el Presidio Modelo de Isla de Pinos, después del asalto al Cuartel Moncada en 1953 y antes de exiliarse a México en 1955. Desde la prisión, el autor no-intelectual del Moncada incluso le cuenta por cartas a sus amigos sobre sus glotonerías tras las rejas batistianas, al punto de burlarse a la burdajada: “Me van a hacer creer que estoy de vacaciones: ¿qué diría Carlos Marx de semejantes revolucionarios?”

Aunque, para ser justos, el Fifo también era muy fans de los mariscos, esa comida tan criminalizada en Cuba, que a tantos ciudadanos ha tirado de cabeza en otras cárceles menos modelos. A las langostas y camarones El Caballo tampoco permitía que nadie se los hirviera, sino que él tenía su propia teoría minimalista sobre cómo hornearlos apenas con un tin de limón, ajo y mantequilla para sazonar el sabor natural. “La comida mientras más simple, mejor”, le confesó una vez a uno de sus incontables chefs.

Y, antes de que se me olvide mencionarlo: más allá de haber descubierto a la vaca Uber Blanca cuando era sólo una ternerita, y de haber ordenado su ejecución extrajudicial en 1985 cuando la bovina dejó de ser una recordista Guinness, Fidel era un lechero de marca mayor. Un magnífico ejemplar de animal mamífero.

En efecto, cuentan sus chefs confidentes que el Líder Máximo se desvivía por la leche, el yogurt, el queso, y demás derivados lácteos. Pero, muy en especial, Fidel mataba por el helado, que en cierta época devoraba en cantidades patológicas con cada comida. A la postre, la fábrica Coppelia terminó produciendo casi exclusivamente para satisfacer el creciente consumo de Fidel y sus excelentísimos invitados, mientras que el resto de la producción se destinaba a la exportación en dólares, y, en muy raras ocasiones, para desperdiciarla en la devaluada compra y venta nacional.

No hay muchos más detalles dietéticos, en realidad. El libro como tal es un poco una estafa. Witold Szabłowski promete por prometer y no cumple con casi nada. Así y todo, recomiendo recondenadamente su lectura en esta temporada de cuarentena coronaviral.

Por ejemplo, curiosa o escalofriante resulta la anécdota que experimentó en mente propia el tal Flores, desquiciado en su covacha miserable no muy distante de Punto Cero. Resulta que este ex chef vio al fantasma de Fidel Castro nonagenario, semanas antes de su fallecimiento en jefe. ¿Cómo? ¡Comiendo! Así mismo: Fidel en espectro se le apareció al tal Flores para despedirse, al parecer. Sonriéndole gastronómicamente con la mirada, agradecido en lo más profundo si no de su corazón, al menos sí de sus intestinos. Y entonces Flores recordó cómo, siendo un adolescente en plena Sierra Maestra, tan pronto como conoció a El Jefe, Fidel le enseñó cómo deshuesar bien a un pavo: sacándole los huesos y tripas por el ojo del culo, antes de poner a hervir al ave ya toda vaciada.

Al término de su vida, perdiendo lucidez con la misma velocidad con que los presidentes extranjeros lo hallaban “cada vez más lúcido”, Fidel seguía contratando de gratis no al fallido Flores, por supuesto, sino al exitoso Erasmo, para que le hiciera una sopita vegetal con sustancias secretas. Pero el chef se negó a contarle a Witold Szabłowski qué suculencias le ponía y qué especias superfluas le dejaba de poner a sus pócimas para poderosos despóticos.

―Es secreto de Estado ―le contestó, a pesar de antes haberle confesado al periodista europeo que, con los polacos, él se sentía más en confianza que con los norteamericanos de la Era Obámica, porque, en su momento, tanto cubanos como polacos habían pertenecido al mismo bloque ideológico-culinario (aunque, en la práctica, la comida rusa a los cubanos nos pone a dar arqueadas).

Pero a este secretismo de Erasmo Hernández se le fue un chisme entrelíneas al final del capítulo cubano, a ras de la página 202 de la edición inglesa de Penguin Books 2020.

Y esa breaking news es que Fidel Castro no murió a las 10:29 de la noche del 25 de noviembre de 2016, tal como anunció su muerte Raúl Castro en la TV local. Al contrario, ya llevaba horas y horas cadáver, y acaso hasta había sido incinerado y todo. Pues pasó que ese mismo viernes, en pleno día, el chef iba de cara al sol a cumplir con su misión vegetariana de rutina, cuando de improviso recibió la llamada cortante de uno de los escoltas comandantescos:

―No vengas ya, Erasmo ―le impuso, y colgó al carajo la comunicación.

El chef sin Jefe regresó entonces a su paladar de lujo y allí se habrá pasado el resto del día medio desganado y medio ganando más dólares, pero siempre pendiente de las pantallas extraplanas de sus televisores, hasta la alocución mal actuada de Raúl Castro, casi a la hora de irse a dormir, anunciando lo que el dueño de Doña Inés ya sabía desde mucho antes de la puesta del sol.

En general, todos sus chefs vivieron erotizados por la figura de Fidel, como muchos de los machos en el círculo más íntimo del castrismo. Pero ése es ya otro tema, que se ha de quedar pendiente hasta la próxima caricatura cubana. Buen apetito y… ¡que les aproveche!

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Orlando Luis Pardo Lazo

Escritor y bloguero de La Habana. Actualmente realiza un doctorado en Literatura en Saint Louis, Missouri, EUA.


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